La vista desde la pirámide

Todo lo construido en Popayán se ve pequeño desde la pirámide de lo que se conoce como el Morro del Tulcán. Tal vez por eso se trajo un pasto francés para ponerle un tapete verde que oculte el origen de este monumento construido por “sociedades cacicales tardías” entre el año 800 y el Siglo XVII. Desde esta cima todas esas iglesias y barrios de la ciudad blanca son techitos de un pequeño feudo seudocolonial, una ciudad de juguete salida del juego de monopolio de una élite de familias con apellidos hidalgos (Valencias, Cabales, Irragoris et al) que hoy transa cuotas de poder con fuerzas emergentes (el narco, la politiquería et al).

En 1940 el Estado y el statu quo (eran lo mismo) destruyeron la cúspide de la pirámide para instalar ahí una estatua del conquistador español Sebastián de Belalcázar. El 16 de septiembre de 2020 el ícono metálico fue derribado por habitantes de la ciudad, de la región, una acción representativa de violencia ante la exclusión que revela una violencia simbólica y física centenaria: el genocidio, despojo y acaparamiento de tierras; la desaparición física de los pueblos que hacían parte de la Confederación Pubenences, la tortura por medio de técnicas de empalamiento y ataques con perros asesinos a los pueblos guerreros Misak Pubenences y los asesinatos de Taita Payan, Taita Calamba y Taita Yasguen.

En la pirámide todavía queda el rastro de la base de la estatua del conquistador. Para restaurar el monumento patrimonial habrá que terminar de picar la base hechiza, quitarle el tapete de grama francesa, remover la carretera que ahorca y corta la imponencia de esa construcción y devolverle a esta pirámide de 80 metros la altura que merece. Restaurar este monumento no es volver a poner a Belalcazar (como sucedió en Cali), ni otra estatua (como quisieron hacerlo Guillermo Valencia y otros criollos ilustrados el siglo pasado cuando condescendientes y patriarcales proponían un bronce que representará al Cacique Puben de “nuestros indios”). Cuidar el patrimonio es cuidar que este lugar vuelva a ser una pirámide. La pirámide contaba con caminos y tapizados de piedra, escalones y tumbas; se han encontrado ahí conchas marinas y piedras preciosas de otros sitios de Colombia y de otras regiones del continente. Nada de eso se ve ahora y lo que hay es un monumento estrangulado por una carretera, empobrecido por la mímica de pueblito comercial en su falda, y sin habitación para que sea sentido por las gentes que lo quieran habitar y celebrarlo con conciencia de su origen.

Parte de este cuento me lo contó este fin de semana el artista Edindon Quiñones, @artistamarginal, en el primer Encuentro Territorial Región Pacífico para las artes plásticas y visuales organizado por el área de Artes Visuales del Ministerio de Cultura.